Encuadre
15 de noviembre de 2024
El Colegio de Historia. El día a día en tres momentos
La Facultad de Filosofía y Letras es y ha sido para mí un gran contenedor; el Colegio de Historia, uno de sus fructíferos semilleros. Sus espacios en continuo movimiento, modificados porque se viven con intensidad, y los pasos de quienes los transitamos, de una u otra manera dejan huella, han atestiguado tantas historias que difícilmente habría tinta para que quedaran registradas.
Tres imágenes que procuro convertir en palabras vienen a mi mente para intentar descifrar lo que significa en mi experiencia la enorme satisfacción de formar parte de esta casa. Los años setenta, una década para abrir los ojos; los ochenta y noventa, tiempos para sumar y aquilatar vivencias definitivas; el nuevo siglo, uno para contemplar perfiles de un mundo que se reconfigura y recoger en la medida de lo posible la cosecha.
Primer tramo: abrir los ojos
Descubrir la facultad a partir de observar con detenimiento los horarios de las materias que se impartían en el primer semestre de la carrera de historia fue para mí advertir que había llegado a un sitio en que el horizonte era mucho más ancho de lo que hubiera imaginado. La historia que se mostraba no era el pasado que quizá algunos de mis compañeros esperaban desentrañar y conocer con la mayor precisión posible. No era solamente el viaje en el tiempo lo que se abría. Un plan de estudios que ni siquiera conocía entonces suficientemente, lo que revelaba era que había que caminar con pasos cuidadosos por otros campos de conocimiento, algunos de ellos anclados con firmeza en las preferencias que desde muy temprano me inclinaron a las humanidades. Otros, sin duda, indispensables para hacer de nuestro tránsito por las aulas individuos disciplinados. Así la literatura, la filosofía y el arte en primer término para mí; la sociología, el pensamiento científico, el pensamiento económico y político, de manera obligatoria, debían acompañar a esos ejes rectores que al introducirnos a la historia propiamente dicha, y encaminarnos por la ruta de su propia historia, llevando en el portafolio lo más pronto posible los instrumentos para medir y pesar las fuentes de las que era imperativo valerse para hacerse valer, estaban a la disposición de jóvenes a punto de terminar la segunda década de vida y entrar de lleno a una zona neblinosa: el pasado.
Dos años para conocer puntos nodales de una preparación que nunca está completa y, al mismo tiempo, hacer viajes relámpago por esa zona del vecindario inevitable y digna de ser al menos atisbada para caminar con cierto éxito en la zona neblinosa. Así, las técnicas de investigación y las historiografías general y de México supuestamente nos habilitaban para empezar a sentir la identificación con nuestros “útiles más necesarios” y con el espejo que nos proporcionaban quienes, en otros tiempos, emprendieran rutas que nos pudieran parecer las nuestras.
Visitar aquello que quizá habíamos visto como recursos contextuales para hablar de causas y consecuencias de los acontecimientos impresos en nuestra habitual manera de concebirnos seres históricos, demandaba atención a los factores esenciales: política, economía, sociedad. Y qué decir del saber sin el cual la historia simplemente no tiene lugar: la geografía, que entonces como revelación me permitió saber que era, como todo lo demás, histórica. Estaban también, en un supuesto afán por prepararnos para cumplir una de las funciones sustantivas, quizá la que pareciera tener el reconocimiento de colaborar en la “solución de los problemas nacionales”, la debida dosis de materias sobre didáctica general y específica de la historia. Y, como una herramienta que abría los sentidos a la lectura meditada de documentos y textos, la clase en que aprendíamos a comentarlos.
Esos dos primeros años, la inmersión en un universo que enviaba señales a distintos rumbos, sin apenas darnos cuenta, nos lanzaba a la tarea de averiguar por qué estábamos allí, sentadas en las bancas escuchando a un profesorado variopinto, dispuestas a orientar el siguiente tramo de nuestra formación. Dos años para elegir en el mar inmenso que es la historia una vía de acceso a cualquier trozo de pasado que, por cualquier razón, nos pareciera apetecible. Agradezco de corazón ese espacio de libertad que permitió a un buen número de generaciones optar por el conjunto de materias que despertaran y consolidaran intereses individuales. El acontecer pasado en su inabarcable generosidad —no puede ser de otra manera— se ofrecía fragmentado y los jóvenes qué éramos creíamos tener a nuestro alcance el platillo que más nos gustaba.
El agradecimiento al plan de estudios de esos años no podría ser tal sin reconocer a los maestros que en su mayoría entregaban saberes acumulados o recientemente adquiridos con una dedicación admirable. En el plano estrictamente personal, mi reconocimiento a José Antonio Matesanz, Eduardo Blanquel, Arturo Azuela, María Rosa Palazón, Rosa Camelo, Álvaro Matute, Alfredo López Austin, Manuel Cazadero, Ignacio del Río, Jorge Alberto Manrique, Juan Antonio Ortega y Medina, Carlos Bosch, este recorrido implica hacer un viaje con varias estaciones que me obligan a detenerme. Iniciar los estudios de maestría a la mitad de esa década significaba añadir a Gloria Villegas y a Roberto Moreno de los Arcos.
Algo digno de recordar, para guardar en un lugar selecto, es la siembra de las amistades que han nutrido mi vida desde entonces y hasta el día de hoy. Adela Pinet, Rebeca García, Elvira Espinosa, María Eugenia Arias y la inolvidable Marcela Morales quienes fueron las compañeras de unas cuantas materias (está pendiente recordar cuáles); las que llevaron a término la carrera —con o sin título— y gozaron de la oportunidad de trabajar empleando armas que obtuvieron de la historia en campos diferentes cada una. Al encuentro en el Colegio de Historia, con el ingrediente básico de recorrer los mismos pasillos durante varios años y de comunicarnos experiencias, se debe sin duda el descubrimiento de nuestras afinidades y búsquedas; estas últimas diversas siempre, como la vida misma.
Segundo tramo: sumar y aquilatar
No tiene precio la fortuna de sentirse parte, durante más de cincuenta años, de una institución ahora centenaria. Ocho años después de haber ingresado a sus aulas en 1979, inicié una etapa que me llevaría a experimentar la vida del Colegio de manera distinta. La formación escolar ya había hecho el efecto de proporcionarme algunas armas para trabajar como “historiadora” cinco años antes, pero fue la petición de uno de mis admirados profesores, Eduardo Blanquel, de convertirme en su ayudante de la materia de Historiografía General, la puerta de acceso a una aventura que puso a prueba mi vocación y, sobre todo, me dio la certeza de haber elegido de entre todo lo aprendido aquello que constituiría el foco central de mis intereses. El camino de la docencia, impartiendo materias de un área que se había considerado esencial desde tiempo atrás, fue y ha seguido siendo un reto. Nunca imaginé que me depararía tantas satisfacciones desarrollar esa actividad rodeada de maestros que había conocido, de muchos más que fui descubriendo —Andrea Sánchez Quintanar, Víctor Castillo, Ernesto Lemoine, Alfonso García Ruiz, por mencionar a algunos— e incluso de compañeros cuyos intereses había podido detectar a lo largo de la carrera: “las Cármenes” Yuste, de Luna y León Cázares; Josefina McGregor, Miguel Soto.
Estrechar lazos con unos y otros o simplemente atestiguar su presencia, saludar, conversar de vez en cuando y desembocar como pudimos hacerlo en la discusión animada sobre el plan de estudios que nos tocó en turno elaborar, implicó un crecimiento imposible de obtener por otra vía. Si la ocasión de reunirnos en 1996 puso sobre la mesa coincidencias y diferencias en el modo de concebir los estudios, fue al mismo tiempo motivo para pensar y repensar las propias convicciones. Lo que resultó de todo ello, en todo caso abonó el terreno para que, la práctica de lo decidido allí mostrara, con el correr de los años, sus aspectos fuertes y sus debilidades. Voces de entonces jóvenes profesores como Renato González Mello, Alicia Mayer y Federico Navarrete, con energía argumentaron y propusieron cambios que juzgaban pertinentes. Lo acalorado de la discusión de algunos puntos no inhibió la voluntad de encontrar un rumbo que permitiera conciliar opuestos. El empeño de la comisión que en un lustro había preparado la propuesta se había enfrentado al Plan Alternativo que pretendía disolverla o, cuando menos, modificarla en serio. Los acuerdos publicados en el Boletín de la facultad correspondiente a febrero-marzo de 1997, tras esos días de intenso intercambio dieron cauce a la redacción de un plan en el que algo de cada uno de los proyectos quedaba en pie.
Esto ocurría cuando ya el siglo estaba por fenecer; las perspectivas para profesores y estudiantes habían variado con los años. La fotografía que se conserva y las páginas que redacté dando cuenta de ese episodio me han hecho revivirlo y, tal vez, reconfigurarlo. Advierto que algo de lo dicho indicaba la urgencia de preparar para la práctica profesional al alumnado, reparando en que aprender haciendo investigación podía derivar en un reforzamiento de las capacidades para abrirse camino. Por otra parte, la evidencia de que a muchos egresados les esperaba el ejercicio de la docencia parecía convencer a un buen número de los asistentes de la conveniencia de abarcar más conocimiento histórico que el resultante de la libre elección de temas que prevalecía en el modelo anterior. Dos ópticas no sólo en apariencia discordantes que, sin embargo, contaban cada una con argumentos dignos de la mayor atención.
Las décadas de los ochenta y los noventa, sobre todo la segunda, obligaron a colocar la investigación en un sitio cada vez más destacado. No sólo había que subrayar que en ella radicaba la capacidad de ejercer como historiador profesional, puesto que el camino determinado para alcanzar el título suponía básicamente la elaboración de un trabajo original de investigación histórica, sino que, en la evaluación del profesorado dentro y fuera de la universidad cobró una importancia singular la cuestión de demostrar que de esa capacidad dependía el valor real de un individuo que portara el título de historiador.
Los proyectos de investigación sancionados por las instancias universitarias que se ocupaban de examinarlos, desde entonces se convirtieron en un frente más para destacar y también para competir: no se consideraba suficiente la tarea emprendida por una gran cantidad de profesores de preparar sus clases con cuidado e incluso con devoción; hacer constar que se formaba a los estudiantes más allá de las aulas en los talleres de investigación que contaban con reconocimiento institucional se convirtió en un imperativo.
Sin duda que el provecho estaba y está a la vista; lo cierto, sin embargo, es que razones demográficas y de presupuesto obraban en favor de una especie de clasificación del profesorado y del estudiantado en la que la variedad de manifestaciones de la vocación quedaba en entredicho para ubicar en los sitios de honor preferentemente a quienes cupieran en el estrecho espacio de profesores responsables de proyectos y estudiantes becarios. Con seguridad, el modelo que se fue imponiendo ha generado ganancias y pérdidas. La pregunta que me he hecho algunas veces es a cuánto ascienden unas y otras y en qué medida redundan en el autoconcepto de los jóvenes que cursan los estudios, obtienen incluso un título y permanecen siempre al margen de una experiencia que parece posible sólo para algunos.
En fin, es difícil hallar una modalidad en la que quepa la realización plena de quienes optan por la disciplina histórica y van a ella con muy distintas capacidades, enfrentándose a la vez con muy distintas oportunidades para alcanzar sus metas. Es un privilegio, dentro de todo, ver a la distancia cuántos de los estudiantes que iniciaron su formación en los grupos de los primeros semestres –que tuve oportunidad de atender– han logrado poner en práctica modos particulares de ejercer la disciplina con notable éxito, sin que los obstáculos que, presumo, podrían estar sólo en mi perspectiva, les hayan estorbado.
Tercer tramo: contemplar y recoger
Impartí cursos en el Colegio de Historia, primero en calidad de ayudante entre 1979 y 1984 y de 1985 a 2016 prácticamente sin descanso. De este último periodo guardo los nombres de los alumnos que tomaron los cursos de Historiografía General I y II y de Historiografía contemporánea de México, después Historiografía de México III y IV, en una libreta que abro de vez en cuando para ubicar personas en el tiempo. De los quince años del siglo XX, a los poco más de quince del XXI en que viví cotidianamente esta experiencia hay un continuum puesto que, empeñada en conocer las materias, parecía estar ajena a la observación del cambio. No fue así. No percibir el cambio es imposible para quienes pretendemos estar atentas y atentos a conocerlo y explicarlo.
Lo que es cierto, sin embargo, es que vivir la facultad y el Colegio desde dentro de sus espacios y mirar, así sea a poca distancia, lo que ocurre es algo que obliga a observar de otra manera. Desde que en 1998 cambiara mi adscripción, la facultad fue adquiriendo para mí la fisonomía de un lugar con vitalidad distinta a la de ese otro espacio que he hecho mío, el del Instituto de Investigaciones Históricas. La presencia de los estudiantes como un estímulo permanente es algo que ha contribuido a mi realización en todos los órdenes. El mejor complemento de la experiencia de ocuparme la mayor parte del tiempo de mis intereses ha sido contar con los jóvenes —y a veces ya no tanto— que en los cursos de licenciatura hasta 2016 y en los de posgrado durante lo que va de este siglo, me dejan observar lo que permanece y lo que se modifica en relación con el campo de nuestra disciplina.
La correspondencia entre lo que uno alcanza a ver del mundo en constante cambio y lo que ocurre en el ámbito al que uno pertenece simplemente patentiza una verdad de Perogrullo: nada puede ser igual, pero a la vez nada es totalmente nuevo. De ahí que una de las mayores satisfacciones sea contemplar, en algunas ocasiones de cerca y en otras a media distancia, que a horizontes nuevos corresponden planteamientos nuevos y a problemas de raíces profundas, la búsqueda de soluciones que, aunque pudieron anticiparse en otros tiempos, hoy son de urgente atención.
Así como en las dos últimas décadas del siglo XX fue un placer compartir con maestros y compañeros la experiencia de impartir clases en el Colegio de Historia, debo decir que en este cuarto de siglo la incorporación de profesores que tuve el gusto de conocer como estudiantes en las aulas y, en muchos casos, admirarlos desde que leí sus primeros trabajos, es motivo de satisfacción y de esperanza. Considero que las nuevas generaciones enfrentan retos muy distintos a los de quienes vivimos gran parte de nuestra vida durante el siglo anterior. Si tiene sentido externar preocupaciones, me atrevo a manifestar un temor. Las exigencias de la carrera académica en muchas ocasiones son de tal índole que pueden propiciar que se privilegie atenderla por encima de la posibilidad de escuchar lo que los aún más jóvenes esperan de la formación en la disciplina histórica.
Un mundo revolucionado y hasta convulsionado no tiene semejanza con lo que en la segunda mitad del siglo XX parecía a simple vista fácil de conocer y comprender aplicando los instrumentos que se ofrecían en los cursos de metodología y técnica, y aun en los que proporcionaban lo que se dio en llamar “marco teórico” para derivar de él la caracterización de un asunto y su posible descripción y explicación. Las inquietudes de los jóvenes de hoy difieren en buena medida de las que asaltaban a los que a principios de los años setenta sentíamos que la protesta podía conducirnos de manera directa al diseño de un mundo más equilibrado y justo.
La historia como disciplina que permite abrir los ojos y sensibilizar a las personas respecto de todo lo que concierne al cambio tiene una responsabilidad enorme en la tarea de propiciar en las mentes y en las actitudes de quienes eligen formarse en ella, todo aquello que oriente la voluntad hacia la adquisición, la creación y la difusión de saberes que contribuyan al fortalecimiento de la propia personalidad. Combinar la libertad de elección de temáticas y perspectivas que mejor se adapten a las interrogantes que cada uno abriga, con las herramientas indispensables para enfrentar la construcción de las respuestas es el reto de un profesorado que se ve obligado a dar lo mejor de su experiencia y de su conocimiento en condiciones difíciles de imaginar aun en tiempos recientes.
Los versos de Machado: “caminante no hay camino/se hace camino al andar / al andar se hace camino y al volver la vista atrás / se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar”, contienen una dosis de verdad que vale la pena tener presente. Vislumbrar el futuro a través de la mirada de los jóvenes que año con año ingresan al Colegio de Historia de nuestra facultad implica desprenderse del sitio que hemos conseguido ocupar mediante el cumplimiento de nuestras propias metas y arriesgarse a escuchar de parte de muchos de ellos lo insatisfactorio que resulta recibir lecciones en las que pareciera que los maestros poseemos la única llave de acceso al pasado.
Mi confianza en que las rutas que ofrezca el nuevo plan de estudios propuesto provengan de un trabajo concienzudo y hasta donde sea posible realista, me hace augurar un futuro inmediato efervescente y rico en el que la comunidad del Colegio consiga establecer el mayor número posible de puentes entre las distintas maneras de abordar el pasado y la urgente necesidad de hacer valer su conocimiento en esferas que rebasen nuestros pasillos y nuestros recintos.
Finalmente, en esta etapa en la que he comenzado a vivir la octava década de mi vida, quiero decir que he cosechado mucho más de lo que esperaba. Lo sigo haciendo, cada estudiante representa para mí una oportunidad de aprender y como la mayor parte de los que tengo oportunidad de recibir son egresados de nuestro Colegio, mi agradecimiento crece y me hace confirmar que las y los historiadores que se forman en sus aulas adquieren un sello difícil de confundir.
Evelia Trejo es doctora en historia por la UNAM. Es investigadora del Instituto de Investigaciones Históricas. Obtuvo el premio Edmundo O’Gorman por su investigación en el área de teoría de la historia y la historiografía. Ha sido jefa de profesorado en el CEPE (1981-1984) y profesora en la licenciatura y el posgrado en historia. Es cocoordinadora del Seminario de Estudios Comparados México y España de la UNAM y la Universidad de Cantabria.
El texto fue leído en la jornada: Colegio de Historia. Recuerdos y testimonios mirando al futuro, organizada por el Seminario de Historia Política, en el marco de celebraciones de 100 años de la Facultad de Filosofía y Letras, el 12 de septiembre de 2024.