Encuadre   
31 de marzo de 2023

Lenguaje e inclusión social. ¿Es realmente machista el español?

Por: Carmen Curcó
Vivimos cambios intensos. La aguda insistencia en el uso de un lenguaje incluyente hace pensar que nuestra lengua no da cabida a las nuevas realidades y que algo muy importante en ella debe cambiar. Recientemente, en el programa de radio Voces del español, producido por la UNAM Chicago, se cuestionaba si la lengua española es inherentemente machista, dada su tendencia al uso del género masculino por encima del femenino.

Antes de continuar, y con el afán de que no quede la menor duda, me manifiesto decididamente a favor de las expresiones no violentas que respaldan las posturas por mayor justicia y equidad. A nadie debe molestar que las mujeres portemos un pañuelo verde o morado ni que las personas modifiquen su forma de hablar para manifestar su posición sobre cuestiones de género.

Pero las lenguas no pueden ser inherentemente machistas, como tampoco pueden ser azules, frías, amargas ni felices. Machistas, sexistas, racistas, clasistas, discriminadoras y opresoras pueden ser las personas, los sistemas sociales, las políticas públicas, las comunidades, las ideologías, las prácticas sociales. El machismo, el sexismo, el racismo, el clasismo y todas las formas de discriminación y opresión son cuestión de mentalidades colectivas y de acciones concretas, no de formas lingüísticas per se. Otro asunto es que la manera en la que hablamos refleje algunas de las cosas que pensamos y las formas en que concebimos la realidad. Pero una cosa es un sistema gramatical abstracto y otra el uso palpable que los hablantes hacemos de él.

Lo cierto es que este es uno de los temas que más polarizan a las comunidades en nuestros tiempos. Es difícil insertarse en el debate de manera desapasionada porque esta conversación pública tiene lugar en el marco de emociones sociales extremas y exaltadas. No sin razón. Asistimos al surgimiento de nuevas luchas y feminismos que recogen una enorme indignación y un hartazgo acumulados. Somos un país con profundas heridas históricas en varios costados; muchas de ellas causadas por versiones burdas —y también sofisticadas— del espejismo de superioridad masculina que nos habita. Rebasados por el lugar inconfesable que el feminicidio ocupa en nuestra sociedad, transitamos de manera un tanto mórbida por un escenario más propio de un círculo del infierno de Dante que de un país mínimamente próspero. Además, se han hecho patentes nuevas formas de concebir la identidad y el género. Esto nos inserta en un contexto social de cambios profundos y pasiones muy intensas que producen formas de lucha y resistencia muy diversas.

Lo que esta circunstancia nos hereda es un espacio electrizado con creencias radicales e intolerancia creciente. Por un lado vemos una postura según la cual el uso del lenguaje inclusivo es una condición sine qua non para poder colocarse con dignidad del lado del feminismo y por derecho propio afiliarse a posturas liberadoras. Oponerse en cualquier medida a las formas lingüísticas llamadas inclusivas es visto como un gesto que coloca a quien lo hace en un sector ideológico vergonzante. En el otro extremo tenemos posiciones puristas a ultranza, según las cuales la lengua no debe cambiar de esta manera, en una transformación dirigida conscientemente por las personas hablantes, así que la gramática debe protegerse de los caprichos de sus usuarios porque tiene procesos intrínsecos de modificación y adaptación.

Parecería que el clima de polarización creciente que nos anima mundial y localmente no puede dejar intacto este pedazo de realidad. Nuestra vida social se malogra, nos invaden las violencias y nos abruman los despojos. Es entendible que no estemos dispuestos a permitir un solo resquicio más por el cual se reproduzca la injusticia, así sea esta rendija la de la gramática y el habla. Si no podemos alterar las estructuras más profundas que sustentan un mundo caduco, al menos no hablemos como habitantes de él. Dejemos permear la realidad con espacios de esperanza en nuestro discurso y nuestras formas de hablar. Vistos así, los defensores a ultranza de la gramática se representan casi como delincuentes disfrazados. No sorprende. Son mil veces más importantes las vidas y la dignidad de los papeles sociales de los sujetos que un conjunto de reglas abstractas. Quienes promueven el lenguaje inclusivo, por otro lado, son percibidos por los puristas casi como presuntos malhechores y en el mejor de los casos son vistos como lunáticos sin rumbo. Quienes nos urgen a usar formas inclusivas, a crear sustantivos terminados en e (compañere en vez de compañera y compañero), a desdoblar sujetos en sus formas femeninas y masculinas y a emplear en nuestra escritura arrobas y variables x que difuminen el sexo al que pertenece cada uno, son tratados como combatientes delirantes que darán al traste con la cultura acumulada y cristalizada en un sistema lingüístico milenario.

Esta manera de concebir la problemática no nos ayuda. Necesitamos una discusión racional, informada. Sobre todo porque quisiéramos proponer soluciones viables con un pronóstico favorable, más que ocurrencias con pocas probabilidades de sobrevivir. Para ello es necesario matizar las posturas; comprender, a partir de datos rigurosos —partiendo de la evidencia de la que ya disponemos—, qué relación hay realmente entre un sistema gramatical, la forma en que hablamos, la manera en que pensamos y nuestros comportamientos en sociedad.

La humanidad ya sabe que absolutamente todo está siempre en proceso de cambio, guste o no. Las lenguas no son y no pueden ser la excepción. “El tiempo lo cambia todo. No hay razón por la que el lenguaje deba escapar a esta ley general”, dijo alguna vez el famoso lingüista Ferdinand de Saussure en su Curso de lingüística general (1991). En realidad, esto lo sabemos todos. Para dar un ejemplo transcribo a continuación el primer verso del Cantar de mio Cid, un texto castellano medieval que se calcula que fue escrito hacia 1200. Ruego al lector que lo lea en voz alta como mejor pueda:  

De los sos oios tan fuerte mientre lorando 
Tornaua la cabeça e estaua los catando: 
Vio puertas abiertas e vços sin cannados, 
Alcandaras uazias sin pielles e sin mantos, 
E sin falcones e sin adtores mudados. 
Sospiro Myo Çid ca mucho auie grandes cuydados. 
Ffablo Myo Çid bien e tan mesurado: 
Grado a ti Sennor Padre que estas en alto, 
Esto me an buelto myos enemigos malos. 

La versión modernizada de Alberto Montaner (2018), de la Universidad de Zaragoza, especialista en este texto, es la siguiente:  

En silencio intensamente llorando, 
volvía la cabeza, los estaba mirando. 
Vio puertas abiertas, batientes sin candados,  
perchas vacías, sin túnicas de piel ni mantos,  
sin halcones y sin azores mudados. 
Suspiró mio Cid, por los pesares abrumado, 
habló mio Cid bien y muy mesurado: 
—¡Gracias a ti, Señor, Padre que estás en lo alto! 
¡Esto han tramado contra mí mis enemigos malvados!—  

Seguramente a nadie sorprende que nuestra lengua haya cambiado tanto después de más de ochocientos años. Lo que tal vez no todos sepan es que las lenguas no cambian de cualquier manera, sino que lo hacen siguiendo reglas y principios generales que afectan a sus sonidos, a sus palabras, a sus estructuras y a sus usos. Son procesos naturales que los lingüistas han estudiado a fondo, con patrones de cambio que tienden a ocurrir en todas las lenguas del mundo.

Los cambios no ocurren de improviso. Son graduales. En un primer momento las formas viejas y las nuevas conviven, hasta que la nueva domina y elimina a la vieja. Esto, en cuanto a cómo cambian las lenguas. En cuanto a por qué cambian, hay muchas razones. Algunas son de orden social: adaptarse a nuevas necesidades, como pasa ahora, es una de ellas. Pero hay otras que tienen que ver con la facilidad de articulación o bien con la facilidad de procesamiento cognitivo, aunque sabemos que las lenguas del mundo no cambian todas ni siempre en la misma dirección y que algunas incluso lo hacen en rutas opuestas en algunos ámbitos.

Además, no hay manera de predecir con certeza los cambios que habrá en una lengua. Los lingüistas pueden aventurar hipótesis sobre lo que podría pasar en ciertas zonas del sistema de la lengua más susceptibles de transformación que otras pero, como sucede con la psicología, que comprende etapas y procesos psíquicos de un sujeto cuando ya han tenido lugar, el cambio lingüístico se aprecia mejor y se entiende bien cuando ya ha sucedido. Además, es importante señalar que a lo largo de la historia la mayor parte de los cambios que observamos en las lenguas no sólo tiene lugar en periodos relativamente largos, sino que, además, los hablantes no tienen gran conciencia de lo que está pasando mientras el cambio se va dando. Finalmente, las lenguas son sistemas con patrones: patrones de sonidos, patrones léxicos, patrones gramaticales y patrones de uso. Una transformación en una zona de una lengua tiende a inducir otras y repercute en el sistema lingüístico en general.

El cambio lingüístico se aprecia mejor y se entiende bien cuando ya ha sucedido

Estamos ahora ante una importante presión social por transformar la marcación de género en el español, un movimiento que también se da en otras lenguas. Desde mi punto de vista, independientemente de la postura política que cada uno asuma, permea la conversación pública una confusión que proviene al menos en parte de dos supuestos equivocados. El primero es que el género gramatical es una categoría conceptual. No es así. El género gramatical es una categoría formal. El segundo es que la marcación de género gramatical divide de manera simétrica y mutuamente excluyente al espacio conceptual de lo masculino y lo femenino. Tampoco es así, como intentaré señalar con mayor detalle más adelante.

En la sociedad entendemos como género un conjunto de papeles, comportamientos, funciones, oportunidades, derechos, obligaciones y normas que socialmente se consideran apropiados para los seres humanos de uno u otro sexo. Este es un concepto externo a la lengua. Al interior de un sistema lingüístico el género es otra cosa. No tiene mucho que ver con algún conjunto de rasgos socialmente estereotípicos que se asignen a los individuos de un sexo. En las lenguas naturales el género es una categoría gramatical, es decir, formal y no conceptual, que tiene como función clasificar a los sustantivos.

¿Pero por qué habría la necesidad de clasificar a los sustantivos de una lengua? Para marcar algunas relaciones de dependencia sintáctica que ayudan a la comprensión. Por ejemplo, si digo El hombre pensó en su esperanza mustia, entenderemos algo muy diferente que si digo El hombre pensó en su esperanza mustio. En el primer caso debemos entender que la esperanza ha perdido su vigor, en el segundo que es el hombre quien está decaído. En el primer caso la terminación del adjetivo mustia concuerda con la del sustantivo esperanza, y en el segundo la terminación de mustio concuerda con el género masculino de hombre. Es la concordancia lo que nos permite atribuir a una entidad o a otra el rasgo de ser o estar mustio. En el primer caso la concordancia está marcada por el género femenino (aunque la esperanza no es una entidad sexuada) y en el segundo por el género masculino, donde el hombre sí es un ser vivo sexuado. Con este ejemplo quiero mostrar dos cosas: una es que el sexo del referente puede o no estar implicado en la marcación femenina o masculina de género y la otra es que la marcación de género ayuda a identificar la interpretación adecuada. Consideremos ahora Los muchachos encontraron soluciones a problemas viejos y Los muchachos encontraron soluciones a problemas viejas. En el primer caso sabemos que lo viejo son los problemas y en el segundo que lo viejo son las soluciones. Ni problemas ni soluciones se refieren a seres sexuados ni son entidades que desempeñen papeles sociales de género.

Así, la función de la marcación de género es agrupar a los sustantivos de una lengua en categorías a las que los lingüistas llaman clases nominales. Cuando los criterios de clasificación de género tienen algún significado, estos pueden ser muy variados y no se restringen o ni siquiera abarcan la diferencia entre varones y hembras. En español la diferencia entre leño y leña no se puede referir al sexo biológico porque estos sustantivos no refieren a entidades sexuadas. El correlato semántico, es decir, de contenido, de la marca morfológica de género en este caso es la diferencia entre lo individual (leño) y lo colectivo (leña).

Un dato de interés es que la mayoría de las lenguas naturales (alrededor del ochenta por ciento) no posee marcación de género gramatical. En las pocas que sí la tienen la diversidad es enorme y la dimensión conceptual que el género codifica no es necesariamente el sexo biológico ni el género social de las entidades a las que designan los sustantivos. Hay una gran variación en esto. Unos cuantos datos pueden ayudar a comprender.

En las lenguas que sí marcan a los sustantivos con rasgos de género, las clases nominales a las que esta marcación da lugar pueden ser solamente categorías formales, sin significado, aunque en algunos casos sí están motivadas semánticamente. Las lenguas indoeuropeas (el español, el francés, el griego o el alemán, entre muchas otras) tienen en general dos o tres géneros. En contraste, las lenguas bantú que se hablan en África tienen alrededor de doce géneros en promedio. Un caso notable es el suajili que tiene dieciocho géneros. Las clases nominales que se originan en esas lenguas a raíz de la marcación de género no tienen como criterio definitorio la dimensión conceptual del sexo biológico. El género en suajili distingue en una primera clase a las personas, en otra a las plantas, en otra están los sustantivos que designan animales y cosas inanimadas, una más corresponde los objetos alargados y los árboles, en otra se ubican los objetos que aparecen en pares o grupos (como ojos o racimos), en otra se encuentran instrumentos o medios y en otra más algunos tipos de animales. Ocasionalmente alguno de los sustantivos que designan a estos referentes cae en una clase nominal distinta a la esperada porque la marcación de género recoge tendencias y en algunos casos es completamente arbitraria.

El chino, en contraparte, no tiene marcación de género. Tampoco el inglés, el persa, el kurdo, el japonés, el coreano, el húngaro, el finés ni las lenguas polinésicas. Llama la atención el caso del finés porque, aunque tiene quince casos gramaticales (lo que lo dota de una compleja morfología), no posee marcación de género.

En español se marcan con género los sustantivos, algunos adjetivos, los artículos, los demostrativos y los pronombres. Como hemos dicho, esta marcación sirve principalmente para establecer concordancia entre un adjetivo y el sustantivo al que califica, y entre un artículo y el sustantivo con el que se vincula. La función principal del género en español no es indicar el sexo del referente, por eso las etiquetas género femenino y género masculino son tan desafortunadas como arbitrarias. Podrían haberse asignado números a estas clases y entonces tendríamos género uno y género dos. Claro que entonces podríamos temer que la clase uno fuera más importante que la clase dos. Podríamos haber designado a los géneros como género positivo y género negativo, con las consecuencias obvias. Estos nombres no tienen nada que ver con la función que desempeña el género. No hay un fundamento de significado que lleve a un sustantivo a pertenecer a uno u otro género. ¿Por qué decimos el periódico y la revista, el problema y la solución, la esperanza y el desamparo?

En español el género gramatical se correlaciona con el sexo biológico del referente sólo en los sustantivos que designan a personas o seres animados y sexuados. Esto puede marcarse con palabras diferentes (varón/hembra; dama/caballero) o por medio de la flexión; es decir, con terminaciones diferentes (niño/niña; actor/actriz, monje/monja).

Hay sustantivos que tienen dos formas, como los de arriba. Pero hay otros que tienen la misma forma para los dos géneros (el/la artista, el/la modelo, cantante, estudiante, portavoz).

Finalmente hay sustantivos que no tienen variación de género (la víctima, la persona, la cucaracha, la criatura, una figura, una eminencia, el búho, el águila, el personaje, el avestruz, el cocodrilo, el colibrí, el delfín): con la misma forma se designa a sujetos de sexo femenino y de sexo masculino. Aquí se ve muy bien que no necesariamente coinciden la dimensión biológica y la gramatical.

Anticipé que hay una segunda confusión que permea la discusión pública: el asumir que la marcación de género gramatical divide de manera simétrica y mutuamente excluyente al espacio conceptual de lo masculino y lo femenino. No es así.

Muchas propiedades formales de las lenguas se organizan a través de oposiciones basadas en la presencia o ausencia de algún rasgo lingüístico, pero no todas las oposiciones son iguales. En algunos casos los términos de la oposición se excluyen mutuamente, por ejemplo: vivo/muerto; si algo está vivo no está muerto y viceversa. Esta oposición es simétrica. En otros casos hay un término general e inclusivo y otro que es específico y excluyente. Por ejemplo la oposición entre día y noche. El término noche abarca el periodo entre el momento en el que el sol se oculta y el amanecer. Pero el término día puede referirse tanto al periodo en el que hay luz solar, como al periodo completo que la Tierra tarda en dar una vuelta alrededor de su eje. En este segundo caso la oposición día/noche no es simétrica. Se dice que el término día es no marcado porque es general e inclusivo del periodo referido por noche: “lleva tres días enferma” casi seguro indica que también ha estado enferma en las noches correspondientes. Por su parte, el término noche es específico y excluyente: no puede incluir al periodo en el que hay luz solar; “lleva tres noches tosiendo” sugiere que la persona sólo tose en las noches.

El sistema de género en español consiste justamente en una oposición asimétrica: lo que llamamos género masculino es abarcador, incluyente y general. El género femenino es específico y excluyente. Varios datos atestiguan este hecho.

Pensemos, por ejemplo, en que si alguien me pregunta “¿Tienes hijos?”, yo podría contestar “Sí, tengo dos hijas”. Pero si la pregunta es “¿Tienes hijas?”, no respondería “Sí, tengo dos hijos, sino “no (no tengo hijas), tengo dos hijos”. Esto es porque el género masculino es general e incluyente y el femenino es específico y excluyente.

Si alguien dice sobre una cantante “Su voz y su timbre son adecuados”, sabemos que el hablante se refiere tanto a la voz como al timbre de la cantante, pero si dice “Su voz y su timbre son adecuadas”, nos desconcertaríamos porque el género femenino es marcado y entonces el término adecuada no puede modificar a timbre. También es una oración extraña “Su voz y su timbre son adecuada y adecuado”. En primer lugar nos coloca ante un esfuerzo adicional de procesamiento que no otorga ningún beneficio a cambio. La forma no marcada es inclusiva y no contiene el rasgo de masculinidad, porque si así fuera no podríamos decir “Su voz y su timbre son adecuados” sin contradicción, dado que voz es un sustantivo femenino y en consecuencia no podría ser modificada por un adjetivo masculino.

En suma, quienes tachan de sexista el uso genérico del masculino lo hacen seguramente porque equiparan la distinción de género gramatical femenino/masculino y la distinción conceptual biológica varón/hembra, hombre/mujer. Sólo que los subsistemas de género en las lenguas naturales no funcionan de esta manera. No hay una coincidencia plena y absolutamente sistemática entre marcas lingüísticas formales y fenómenos conceptuales externos a la lengua misma. El género no corre en paralelo a la distinción biológica entre varón y hembra ni a las distinciones binarias de género social. Las lenguas no son intrínsecamente sexistas, clasistas ni racistas, somos los hablantes quienes podemos serlo. Por lo mismo, si los hablantes deciden manifestar posturas políticas haciendo usos nuevos de su sistema lingüístico, no encuentro motivos para disgustarnos, aunque es posible que lo que se persigue por esta vía no esté adecuadamente enfocado. El tiempo dirá si estos cambios permanecen o bien nos mostrará cómo se adapta la lengua a un mundo cambiante de la mejor manera.
Carmen Curcó es doctora en lingüística. Profesora de carrera Titular C, definitiva en la Escuela Nacional de Lenguas, Lingüística y Traducción de la UNAM. Coordina el Programa de Maestría y Doctorado en Lingüística de la UNAM.
 
Referencias
De Saussure, Ferdinand (1991). Curso de lingüística general. Madrid: Alianza Editorial.

Montaner Frutos, Alberto (2018). Cantar de mio Cid. Versión Modernizada. Mestas Ediciones. 
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