Extensión
31 de marzo de 2023
Diálogos entre la escuela y el español. Educación y violencia simbólica
I
No existía un salón; más bien había, al lado de la iglesia, un cuarto con ventanas de madera sin vidrios. Para alejar el frío habían cubierto las ventanas con tela que impedía ver cómo la neblina se movía afuera, pero tanto el frío como la neblina se metían al salón y a la piel de los niños; les quemaban los cachetes dejándoselos rojos, les partían los labios tanto que sonreír y hablar dolía, pues el frío cortaba los pliegues de su piel. Sentados en el suelo de ese salón estaban varios niños, todos con huaraches de distintas formas, las niñas con faldas blancas y blusas con flores rojas. Todos en ese lugar tenían las manos duras por trabajar el campo y los ojos negros. Hasta ese día ninguno de ellos conocía mas allá de la capilla de la iglesia, ese lugar les parecía extraño y estar allí adentro con otros similares a ellos mismos les causaba incertidumbre. Hacía frío y ese lugar con ventanas de madera cubiertas con tela no era un refugio; la neblina los acorralaba y las ideas de más de uno se dirigían a pensar en sus casas como refugio, casas de adobe con un fogón que escondía a la lumbre que calentaba sus manos y consolaba el dolor que les provocaban las quemaduras del frío. En esos pensamientos surgían varias preguntas. ¿Qué hacían allí? ¿Por qué, en lugar de caminar como todos los días al campo, ese día habían caminado a la iglesia? Las niñas se preguntaban si en ese lugar desgranarían maíz y los niños si desde ahí los llevarían a cortar leña. Les preocupaba no haber llevado nada para trabajar y también que en el lugar ese no había herramientas. Estaban solos, con frío, sintiéndose sin refugio y desconcertados, pero nadie hablaba; sabían que las preguntas las contestaban los mayores y en ese lugar estaban solos, por lo que sólo recurrían a mirarse a los ojos de vez en cuando.
II
La presencia de todos esos niños tenía varias respuestas y quienes podían darlas eran los adultos. Sin embargo, ellos tampoco tenían muy claras las intenciones de los que
venían de afuera para con ellos y los niños. Todo había empezado meses atrás; en esos días los niños acarreaban leña, desgranaban maíz, trabajaban el campo, cuidaban animales, bordaban blusas y se refugiaban del frío de las mañanas ante los fogones de sus casas. Tanto los niños como los adultos iban a la iglesia, rezaban sus rosarios y hacían sus plegarias en la lengua que conocían, con la que habían crecido, con la que nombraban al cielo, al agua y a los árboles. Quienes llegaban a ese lugar escondido entre las montañas habían aprendido a hablarla, a dialogar con ella, a nombrar lo que veían y sentían a través de ésta. En esas montañas se escuchaban sólo dos sonidos: las palabras en esa lengua y el sonido del viento por las noches; nada era diferente, en esos dos sonidos se centraba la vida de la gente que habitaba en el frío y en la neblina.
Pero un día eso cambió y ese cambio vino con palabras y sonidos que nadie allí conocía. Ese día comenzó cuando tocaron las campanas de la iglesia para ir a misa. Tan pronto los adultos llegaron, se dieron cuenta de que no era una misa como las de costumbre: a los lados del sacerdote estaban unos hombres altos y blancos que hablaban con sonidos diferentes a los que se escuchaban en la cotidianidad; sus palabras no se parecían a las conocidas ni a las del viento, se escuchaban fuertes y golpeadas; sus voces tenían cierta desconfianza. Esos hombres se quedaron parados en la capilla, esperando que el sacerdote comenzara a hablar, no veían a nadie más que a ellos mismos. El sacerdote no comenzó con las palabras de costumbre; no habló de Dios, sino de progreso. Los adultos sabían que esas palabras no eran del sacerdote, sino de los hombres que estaban a su lado. El diálogo consistió en anunciar que los que venían de afuera iban a enseñar a los jóvenes cosas nuevas, les iban a dar trabajo y los iban a convertir en ciudadanos de un país conocido como México.
Los hombres blancos hablaron con palabras que nadie conocía: escuelas, libros, maestros, español y progreso. El sacerdote escuchaba a esos hombres en su lengua y luego hablaba con los adultos tratando explicar todo, pero los rostros anonadados de todos y la desconfianza de los que venían de afuera hicieron que el ambiente se sintiera tenso. Nadie preguntó nunca si los adultos y sus familias querían formar parte de lo que se conocía como país; nadie preguntó nunca si los hombres blancos y sus ideas eran bienvenidos en esas montañas. Al contrario, después de esa tarde estas ideas se volvieron permanentes y fue difícil escapar de ellas.
Los hombres blancos pidieron conformar esa tarde un grupo de jóvenes que irían a la cabecera de la región para entrar a una normal, para aprender español y ser maestros; dijeron que serían hombres y mujeres de razón del futuro, que estudiarían para dejar de ignorar, que aprenderían a leer y escribir y que llevarían conocimiento a las próximas generaciones. Escogieron a los pocos jóvenes que había ese momento y sin poderse despedir bien de su familia partieron caminando, perdiéndose en las veredas de esas montañas.
Los hombres blancos les dijeron a los adultos a través del sacerdote que no debían preocuparse, que sus hijos estaban a salvo, que volverían para traer a esos rincones el progreso, que comerían bien, que todo era para mejorar y ser un país. Nadie en ese momento, ni el sacerdote, sabía a qué se referían con esa palabra. ¿Qué era un país? ¿Qué era eso que nombraban México? ¿En dónde se encontraba? Para los adultos las fronteras eran los pueblos vecinos y, de allí, lo que sus ojos podían ver en las montañas más altas. Tal vez México era eso que se divisaba a lo lejos, que no iban a poder conocer. Hasta ese momento sabían que el lugar del que tanto hablaban les había quitado a sus hijos y los había dejado en la incertidumbre de no saber si volverían a verlos.
En los rebozos de algunas mujeres se escondieron las lágrimas, terminando en sollozos y preocupaciones. Los hombres disimularon en sus gestos la incertidumbre y con sus pensamientos pidieron, al igual que las mujeres, por los pasos de sus hijos.
Pasaron meses sin que los adultos supieran de su paradero. Guardaron en la lumbre del fogón sus preocupaciones, hasta que un día en las veredas de las montañas volvieron a encontrar sus rostros. Eran ellos, los mismos que se habían ido con los hombres blancos meses atrás, pero algo en ellos había cambiado y sus palabras no eran las mismas: ahora desmenuzaban en sus lenguas un pensamiento que no era suyo.
Ahora tenían que aprender a leer y escribir, debían aprender las palabras de la verdad, las palabras de la razón: el español
El grupo de jóvenes pidió reunirse con los adultos como la última vez que los vieron. Al estar juntos en la iglesia, notaron algo diferente en sus almas, lo podían ver en sus ojos y en sus manos, donde escondían las marcas que el campo les había dejado. Los adultos se dieron cuenta de que la lengua con la que habían sido criados y con la que se nombraban a sí mismos y nombraban al mundo ya no la utilizaban. Ahora hablaban entre ellos con los sonidos y palabras que habían escuchado de los hombres blancos en su visita. Tal vez era una enfermedad que los hacía comunicarse en formas que los adultos no entendían; tal vez era resultado de la picadura de algún animal, esas eran las respuestas que encontraban al cambio de sus ojos, sus manos y su lengua, pero ninguna parecía dar sentido a lo que veían y escuchaban. Con la llegada de esos jóvenes que habían sido suyos y ahora eran desconocidos, el futuro de los niños cambió. Se les pidió a los adultos escuchar atentamente
las palabras de la razón porque sólo ellas los harían libres; se les pidió a los adultos buscar un lugar para que estas palabras pudieran contagiar a los niños y formar lo que los de afuera entendían como progreso: una escuela.
El sacerdote apoyó la propuesta y designó un espacio a las afueras de la iglesia. Muy serios, los jóvenes pidieron que al día siguiente todos los niños se presentaran en el lugar; ya no podrían ir al campo, ni cuidar animales, ni desgranar maíz por las mañanas, ahora tenían que aprender a leer y escribir, debían aprender las palabras de la verdad, las palabras de la razón: el español. Fue así como los niños llegaron a esa mañana, expuestos al frío y con pensamientos que divagaban. En ese lugar los jóvenes les pidieron no hablar entre ellos en la lengua con la que habían sido criados, les pidieron referirse a sí mismos como yo, a los niños como ellos, a las niñas como ellas y a todos juntos como nosotros. También les hicieron saber que, si no se nombraban con las palabras que les habían enseñado y seguían hablando en la lengua que escuchaban en sus casas, tendrían que pagar un peso por cada palabra que no pronunciaran en español y, si esto no era suficiente, los maestros tenían permitido pegarles en las manos con las varas que sobraran de la leña.
Pasaron las semanas, los meses, las mañanas y las noches. Los niños olvidaron cómo olía el campo cuando amanece, ya no se levantaban para ir a sembrar, ahora iban a la escuela. Aprendieron las vocales, dibujaron las letras y con el tiempo supieron leer y escribir; se convirtieron en hombres y mujeres de razón. Muchos con el tiempo olvidaron cómo se mencionaban los sonidos con los que crecieron, lo olvidaron a propósito pues, cuando lo recordaban, también venían a su memoria los recuerdos del salón frío, del dolor de las varas en su piel y de la fila de pesos que se acumulaban en el filo de la pared.
Violencia simbólica
De acuerdo con el Instituto Nacional de las Lenguas Indígenas (INALI) en el territorio que se conformó históricamente como México se hablan sesenta y ocho lenguas indígenas. Entre las más habladas están el náhuatl, el chol, el totonaco, el mazateco, el zapoteco, el otomí, el tsotsil, el tseltal y el maya, que se hablan en los estados de Chiapas, Oaxaca, Veracruz y Guerrero, que son los que cuentan con mayor población indígena.
El Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) registró en 2022 que más de veintitrés millones de personas de tres años y más se autoidentifican como indígenas, por lo que la población indígena representa el 9.4 por ciento de la población del país. En ese censo también se identificó que en la actualidad existen más de siete millones de personas de tres años o más que son hablantes de una lengua indígena, un seis por ciento de la población total.
Diversos estudios educativos han demostrado que uno de los problemas en educación indígena es la imposición del español como segunda lengua, pues ni los planes y programas, ni los materiales didácticos están enfocados a la población a la que se forma, sino que están conformados en español, forzando los procesos de enseñanza y aprendizaje en esa lengua. Esto ocasiona que se impongan los conocimientos del español sobre los que resguardan las culturas y las lenguas indígenas.
Durante la historia de los pueblos indígenas la escuela ha conformado un lugar de violencia simbólica e intelectual, creando una fractura con la comunidad, imponiendo una lengua y una visión del mundo diferentes a las de quienes habitaban los valles, las montañas y los ríos antes de que este territorio entre fronteras se llamara México.
Kupijy Vargas nación en Tlahuitoltepec, Oaxaca en 1998. Estudió pedagogía en la UNAM; ha sido becaria del PUIC UNAM, del programa de Núcleos de Investigación Aplicada para Pueblos Indígenas del Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas y CONACYT, de la Cátedra de Teologías Feministas Decoloniales desde América Latina y el Caribe de la Universidad Iberoamericana. Premio Estatal de la Juventud Oaxaca, 2019, actualmente trabaja en la Dirección de Planeación Regional del Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas.